Abandonarse a los espacios monótonos, a la soledad y el silencio, a la naturaleza primigenia. Disfrutar del regusto de sentirse cercano a los últimos confines del sur, a ese pedacito del mundo al que el hombre se asoma con la cauta gratitud del huésped. Porque la Península Valdés no es suya, nunca lo fue. Pertenece tan sólo a los lobos y los elefantes marinos, a los pingüinos, las ballenas y las orcas.
Colonia de lobos marinos.
A 1.500 kilómetros al sur, descansa este lugar declarado Patrimonio de la Humanidad. Un apéndice de la estepa patagónica, azotado por los embates del Atlántico. Un territorio desnudo y agreste, con caminos de ripio que conducen a bahías, golfos, acantilados y playas donde todos los años vienen a reproducirse hermosas especies de mamíferos marinos.
Hay que cruzar el istmo Ameghino, de apenas siete kilómetros de ancho, y sortear los golfos Nuevo y de San José para acercarse a esta protuberancia de tierra. Y lo mejor es hacerlo desde la ciudad de Puerto Madryn, la base ideal para explorar primero las cercanas áreas protegidas de El Doradillo y Punta Loma –esta última un apostadero de lobos marinos- y algo más lejos, hacia el sur, la fascinante pingüinera de Punta Tombo.
cortesia elmundo.es
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